viernes, 5 de octubre de 2018

ESCALAMIENTO DEL CONFLICTO


TOMADO DE POLÍTICA CRÍTICA revista digital.

EL ESCALAMIENTO DEL CONFLICTO Y EL NEGOCIO DEL NARCOTRÁFICO

Entre mediados de los años ochenta y principios de los noventa, la gobernabilidad en Colombia entra en crisis, y se acompaña de un recrudecimiento de la violencia en el país, en el que participan como actores el Estado, los narcotraficantes, las guerrillas y el paramilitarismo (Echandía, 2004; Pizarro, 2004; 2011). Las fallas y deficiencias en las Fuerzas Armadas Colombianas eran una clara muestra de la erosión del Estado colombiano. Esto conllevó, por una parte, a la conformación de grupos de seguridad privada por parte de las élites económicas del país – privatización de la seguridad armada – y de agrupaciones de limpieza social, con el objetivo de disminuir las tasas de criminalidad y buscando protección ante las acciones de los grupos guerrilleros. Por otra parte, la conformación de los grupos de autodefensa había sido autorizada también por el Estado, con la Ley 48 de 1968, conocida también como la Ley de Defensa Nacional.
Se observa pues que esta época en Colombia está marcada por la aparición de nuevos actores: los carteles de la droga y las Autodefensas Unidas de Colombia – AUC – más conocidas como “paramilitares”. Aunque este último grupo surge inicialmente como un conjunto de grupos de autodefensa apoyados por grandes terratenientes y por el Estado – de ahí sus nexos con el Ejército colombiano en lo que se hacía llamar “lucha contrainsurgente” – su transformación progresiva vinculada a la participación en el negocio del narcotráfico son elementos que juega un papel clave en la evolución del conflicto en Colombia, particularmente en lo que concierne el desplazamiento forzado interno (Pécaut, 2004; Pardo, 2007; Pizarro, 2004).
Asimismo, en esta década los grupos guerrilleros – particularmente las FARC – aprovechan para fortalecerse militar y políticamente (Echandía, 2004; Pizarro, 2011). Encontramos pues que las FARC, buscando el crecimiento, la expansión y el fortalecimiento militar, entran a formar parte directa del complejo entramado que constituye la infraestructura del negocio del narcotráfico en Colombia. (Echandía, 2004; Pizarro, 2004; 2011; Pécaut, 2008).
Así, el narcotráfico como economía y como organización emprendió un proceso de penetración de todas las esferas del país, abarcando los grupos armados al margen de la ley y otras instituciones, pasando por la guerrilla, los grupos paramilitares, las instituciones estatales, en fin, la sociedad colombiana en toda su complejidad (Echandía, 2004; Gómez, 2008). El narcotráfico como fenómeno político y económico en Colombia ha producido una abismal crisis institucional, ya que tanto los partidos políticos, como el Congreso, las administraciones locales, los grupos al margen de la ley – ya sean grupos de guerrillas o paramilitares –, las Fuerzas Armadas, entre otros, han sido penetrados de una u otra forma por los dineros de este negocio y su poder de corrupción (González, 1989; Pizarro, 2004; Osorio, 2006).
En efecto, este fenómeno ha logrado acceder a todos los espacios, al punto de transformar e incluso crear nuevas élites locales y regionales. La descentralización y supuesta autonomía de los poderes a escala regional y local, ha posibilitado el ingreso del narcotráfico en las zonas de colonización más conflictivas del país (González, 1989; Osorio, 2006; Duncan, 2006; Pardo,2007).
Lo anterior es un claro reflejo de los juegos de poder en torno a la articulación entre lo local, lo regional y lo nacional. En Colombia, la politización sectaria del pueblo ha favorecido el aumento de la violencia. Por consiguiente, se ha presentado una fragmentación por regiones muy fuerte, lo que ha conllevado a un cada vez mayor debilitamiento del imaginario de nación y de la unidad en el país. (González, 1989; Cepeda, 2005)
El escalamiento del conflicto a inicio de los años noventa es una manifestación de la inoperatividad de las instituciones estatales en algunas regiones del país, del debilitamiento del Estado y de la pérdida de su legitimidad (González, 2009).
Otras formas de expresión de esta erosión del Estado han sido los altos niveles de impunidad, dada la corrosión del sistema judicial, que se ha visto expuesto a la presión y las amenazas por parte de los actores armados ilegales, pero que también ha cedido a los ofrecimientos económicos de estos, y por tanto es cómplice de los mismos a causa de la corrupción extendida y el clientelismo a todos los niveles y esferas (Osorio, 2006; Pardo, 2007). En ese momento de la historia colombiana – e incluso hoy en día – este fenómeno ha sido una realidad presente en todos los municipios del territorio nacional. Tal impunidad ha conllevado un considerable aumento de la criminalidad, en tanto no se aplican los castigos y sanciones correspondientes, y a causa de la aplicación de la justicia a mano propia por parte de aquéllos que perdieron la confianza en las instituciones (Pizarro, 2004; Osorio, 2006).

Este fenómeno de corrupción tan arraigado en el sistema judicial ha favorecido la proliferación de armas entre la población civil, así como el fortalecimiento – y por tanto una mayor presencia – de los grupos armados ilegales a lo largo y ancho del territorio nacional. Lo anterior es una consecuencia palpable de la ausencia del Estado en ciertas regiones del país (Pizarro, 2004; Fischer, 2004; Cuervo, 2007).
CONFLICTO Y ESTADO COLOMBIANO: ¿UN ESTADO DÉBIL?

Con la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 y la elaboración de una nueva Constitución Política en ese mismo año, se pretendía generar un cambio en la sociedad y el Estado colombiano en general por medio de la reforma de la Carta Constitucional, ampliando los canales de participación política y creando un nuevo marco institucional dentro del cual la nueva normatividad fuera aplicada. Algunas de las razones por las que el Presidente César Gaviria convocó a la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, fueron la considerable intensificación del conflicto, en relación directa con el problema del narcotráfico, y la decadencia por la que atravesaban las instituciones estatales a finales de los años ochenta e inicios de los años noventa.
La Constitución de 1991 creó diferentes instituciones que tenían como función principal vigilar que los derechos de los ciudadanos fueran respetados. Algunas de estas instituciones son la Acción de Tutela, la Fiscalía General de la Nación y la Defensoría del Pueblo. El control constitucional, concebido inicialmente como una herramienta para superar el conflicto entre los órganos de poder, se convierte en una garantía para los derechos constitucionales, para que estos sean más efectivos, lo que “contribuye al mantenimiento de la democracia y a la resolución pacífica de conflictos”

A pesar de una historia de democracia ininterrumpida, de la efectividad de instituciones como la Corte Constitucional, y de la estructura institucional con la que cuenta actualmente el Estado colombiano, éste sigue teniendo una incapacidad instrumental a la hora de hacer respetar los derechos establecidos en la Constitución Política, y de asegurar el cumplimiento y la aplicación de normas que suelen parecer simbólicas (Pizarro, 2004). En efecto, ha habido una precariedad del Estado, es decir, el Estado ha sido incapaz de velar por el respeto y el libre ejercicio de los derechos fundamentales en un contexto de conflicto armado interno. En suma, es sido un Estado ineficaz (Alcántara e Ibeas, 2001).
La tradición del poder dividido entre el Estado y los diversos actores al margen de la ley ha contribuido a lo largo de la historia a debilitar las fuerzas del Estado colombiano, de modo que en ocasiones éste ha perdido su capacidad efectiva para garantizar la seguridad y los derechos básicos de los ciudadanos. En dichas ocasiones es cuando otros poderes como los de las mafias del narcotráfico, la guerrilla o los paramilitares se fortalecen y llegan a ser más opresivos (Posada, 2006).
Así pues, factores como la crisis política y de gobernabilidad en los noventa, crisis que continúa durante el gobierno de Andrés Pastrana, sumada a la posterior crisis económica que debe afrontar también este presidente, sirven como pretexto a la guerrilla de las FARC para continuar con su ofensiva aun llamada revolucionaria. Esto puede explicarse en tanto en situaciones de crisis, cuando se presenta un mayor descontento al interior de la sociedad en general, los grupos de guerrilla encuentran mayor acogida en la opinión pública nacional e internacional y logran justificar su actividad armada como forma de reivindicación de los derechos del campesinado y en general de los más desfavorecidos (Pizarro, 2011). En efecto, como lo analiza Daniel Pécaut,
“una organización guerrillera sólo puede desarrollarse y mantenerse en el tiempo si consigue el apoyo de ciertos sectores de la población, asume su experiencia y su memoria, formula sus reivindicaciones explícitas o implícitas y da forma a sus sentimientos de justicia e injusticia.” 

Todas estas características eran cumplidas por los grupos de guerrillas, particularmente las FARC, lo que les permitió contar con la aprobación y la empatía del sector rural, específicamente del campesinado, que veía en estos grupos a los “defensores” de sus luchas (Pécaut, 2008; Pizarro, 2011).
Según Eduardo Pizarro Leongómez (2004), existe una retroalimentación de la violencia en Colombia, una interdependencia entre los diferentes actores que ha tenido como consecuencia un crecimiento alarmante de los niveles de violencia. Este autor explica este fenómeno de la siguiente manera:
“La guerrilla tiene un pie en la criminalidad común (secuestro y extorsión) y en el narcotráfico (impuesto, protección de cultivos y laboratorios, recolección y venta de drogas ilícitas a mayoristas); la criminalidad común, tiene, a su turno, un pie en la política (venta de secuestrados a la guerrilla) y otro en el paramilitarismo (asesinatos por contrato); el paramilitarismo llena sus arcas, ante todo, con recursos provenientes del narcotráfico y una buena parte de sus combatientes provienen de las filas guerrilleras; el narcotráfico, finalmente, alimenta a la guerrilla, a los paramilitares y a la criminalidad común. En pocas palabras, las múltiples violencias se retroalimentan y mediante este reforzamiento mutuo se disparan los índices de criminalidad en el país” (Pizarro, 2004: 25).

LA DEGRADACIÓN DEL CONFLICTO Y LA SOCIEDAD CIVIL: TERROR Y DESPOJO

A lo largo de la historia del país – como se ha venido analizando – es posible contemplar el establecimiento de una economía de guerra basada en el tráfico de drogas, como se observa en la explicación de Pizarro. Los recursos del narcotráfico se han convertido en el soporte económico más importante del conflicto armado en Colombia (Pizarro 2004; 2011).
En el marco de este conflicto, los grupos armados al margen de la ley han tenido como principal estrategia de control el terror y el miedo de la población, lo que les ha permitido ejercer un dominio social, económico y territorial. (Posada, 2006) A partir de la década de los noventa se presenta una notable degradación del conflicto, que se pone de manifiesto en la generalizada violación del Derecho Internacional Humanitario – DIH – y de los derechos humanos – DD.HH. – en el uso sistemático de la fuerza contra la población civil y de prácticas para sembrar el terror, tales como masacres, torturas, desaparición forzada, desplazamiento forzado de individuos y/o grupos. (Osorio, 2006; Jiménez, 2008)
Viendo esto, se puede afirmar que la población civil ha sido la más afectada por las acciones de los grupos armados en Colombia, ya que siempre se ha encontrado en medio de una dinámica en la que se legitima y justifica la comisión de actos atroces a partir de la necesidad de “limpiar” y “depurar” la sociedad. Por ejemplo, en los momentos más complejos de la lucha entre paramilitares y guerrillas, estos grupos, por medio del asesinato de civiles en sus zonas de influencia – que según cada uno de ellos prestaba apoyo al grupo contrario – implementaban dicha estrategia de terror para intimidar las poblaciones de estas áreas (Osorio, 2006; Jiménez, 2008). Las masacres tenían como objetivo que la muerte de unos aterrorizara a millones, lo que facilitaba el control de la población y la apropiación de tierras (Pardo, 2007: 30; Ducan, 2006).
Es así como estos grupos ilegales
“(…) confunden y desconciertan. Bombas, asesinatos –selectivos e indiscriminados-, secuestros, masacres: éstos y otros actos abominables contra la vida humana producen también efectos menos visibles en los ánimos de cualquier sociedad, en el clima de opinión que determina sus decisiones. Y el desconcierto y la confusión se vuelven extremos en la medida en que el terrorismo se prolonga en el tiempo.” (Posada, 2006: 268).

Según las cifras de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento – CODHES, el número de personas desplazadas en Colombia entre el primero de enero de 1985 y el 31 de diciembre de 2011 es de 5.445.406
La crisis que atravesaba el país en este período de los años noventa, era la expresión de los diversos problemas y tensiones acumulados a lo largo de la historia colombiana, es decir, se trataba de una deuda pendiente. El narcotráfico, los paramilitares y las guerrillas surgen, como se ha podido observar, en un panorama político, económico y social deteriorado a causa de las debilidades y las carencias del Estado, y de la degradación cada vez más profunda de la sociedad colombiana en general. Esto provocó entonces una intensificación del problema del desplazamiento forzado interno (Echandía, 2004; Pardo, 2007; Rodríguez, 2009). Miles de familias colombianas han quedado sin techo en el marco de este conflicto, sin bienes ni patrimonio alguno, sin empleo, sin acceso a los servicios básicos, y sus redes sociales y culturales han sufrido una fractura significativa (Osorio, 2006; CNRR, 2009; Rodríguez, 2009).

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