TOMADO
DE POLÍTICA CRÍTICA revista digital.
EL
ESCALAMIENTO DEL CONFLICTO Y EL NEGOCIO DEL NARCOTRÁFICO
Entre mediados de los años ochenta y principios de
los noventa, la gobernabilidad en Colombia entra en crisis, y se acompaña de un
recrudecimiento de la violencia en el país, en el que participan como actores
el Estado, los narcotraficantes, las guerrillas y el paramilitarismo (Echandía,
2004; Pizarro, 2004; 2011). Las fallas y deficiencias en las Fuerzas Armadas
Colombianas eran una clara muestra de la erosión del Estado colombiano. Esto
conllevó, por una parte, a la conformación de grupos de seguridad privada por
parte de las élites económicas del país – privatización de la seguridad armada
– y de agrupaciones de limpieza social, con el objetivo de disminuir las tasas
de criminalidad y buscando protección ante las acciones de los grupos
guerrilleros. Por otra parte, la conformación de los grupos de autodefensa
había sido autorizada también por el Estado, con la Ley 48 de 1968, conocida
también como la Ley de Defensa Nacional.
Se observa pues que esta época en Colombia está
marcada por la aparición de nuevos actores: los carteles de la droga y las
Autodefensas Unidas de Colombia – AUC – más conocidas como “paramilitares”.
Aunque este último grupo surge inicialmente como un conjunto de grupos de
autodefensa apoyados por grandes terratenientes y por el Estado – de ahí sus
nexos con el Ejército colombiano en lo que se hacía llamar “lucha
contrainsurgente” – su transformación progresiva vinculada a la participación
en el negocio del narcotráfico son elementos que juega un papel clave en la
evolución del conflicto en Colombia, particularmente en lo que concierne el
desplazamiento forzado interno (Pécaut, 2004; Pardo, 2007; Pizarro, 2004).
Asimismo, en esta década los grupos guerrilleros –
particularmente las FARC – aprovechan para fortalecerse militar y políticamente
(Echandía, 2004; Pizarro, 2011). Encontramos pues que las FARC, buscando el
crecimiento, la expansión y el fortalecimiento militar, entran a formar parte
directa del complejo entramado que constituye la infraestructura del negocio
del narcotráfico en Colombia. (Echandía, 2004; Pizarro, 2004; 2011; Pécaut,
2008).
Así, el narcotráfico como economía y como
organización emprendió un proceso de penetración de todas las esferas del país,
abarcando los grupos armados al margen de la ley y otras instituciones, pasando
por la guerrilla, los grupos paramilitares, las instituciones estatales, en
fin, la sociedad colombiana en toda su complejidad (Echandía, 2004; Gómez,
2008). El narcotráfico como fenómeno político y económico en Colombia ha
producido una abismal crisis institucional, ya que tanto los partidos
políticos, como el Congreso, las administraciones locales, los grupos al margen
de la ley – ya sean grupos de guerrillas o paramilitares –, las Fuerzas
Armadas, entre otros, han sido penetrados de una u otra forma por los dineros
de este negocio y su poder de corrupción (González, 1989; Pizarro, 2004;
Osorio, 2006).
En efecto, este fenómeno ha logrado acceder a todos
los espacios, al punto de transformar e incluso crear nuevas élites locales y
regionales. La descentralización y supuesta autonomía de los poderes a escala
regional y local, ha posibilitado el ingreso del narcotráfico en las zonas de
colonización más conflictivas del país (González, 1989; Osorio, 2006; Duncan,
2006; Pardo,2007).
Lo anterior es un claro reflejo de los juegos de
poder en torno a la articulación entre lo local, lo regional y lo nacional. En
Colombia, la politización sectaria del pueblo ha favorecido el aumento de la
violencia. Por consiguiente, se ha presentado una fragmentación por regiones
muy fuerte, lo que ha conllevado a un cada vez mayor debilitamiento del
imaginario de nación y de la unidad en el país. (González, 1989; Cepeda, 2005)
El escalamiento del conflicto a inicio de los años
noventa es una manifestación de la inoperatividad de las instituciones
estatales en algunas regiones del país, del debilitamiento del Estado y de la
pérdida de su legitimidad (González, 2009).
Otras formas de expresión de esta
erosión del Estado han sido los altos niveles de impunidad, dada la corrosión
del sistema judicial, que se ha visto expuesto a la presión y las amenazas por
parte de los actores armados ilegales, pero que también ha cedido a los
ofrecimientos económicos de estos, y por tanto es cómplice de los mismos a
causa de la corrupción extendida y el clientelismo a todos los niveles y
esferas (Osorio, 2006; Pardo, 2007). En ese momento de la historia colombiana –
e incluso hoy en día – este fenómeno ha sido una realidad presente en todos los
municipios del territorio nacional. Tal impunidad ha conllevado un
considerable aumento de la criminalidad, en tanto no se aplican los castigos y
sanciones correspondientes, y a causa de la aplicación de la justicia a mano
propia por parte de aquéllos que perdieron la confianza en las instituciones
(Pizarro, 2004; Osorio, 2006).
Este fenómeno de corrupción tan arraigado en el
sistema judicial ha favorecido la proliferación de armas entre la población civil,
así como el fortalecimiento – y por tanto una mayor presencia – de los grupos
armados ilegales a lo largo y ancho del territorio nacional. Lo anterior es una
consecuencia palpable de la ausencia del Estado en ciertas regiones del país
(Pizarro, 2004; Fischer, 2004; Cuervo, 2007).
CONFLICTO
Y ESTADO COLOMBIANO: ¿UN ESTADO DÉBIL?
Con la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 y la
elaboración de una nueva Constitución Política en ese mismo año, se pretendía
generar un cambio en la sociedad y el Estado colombiano en general por medio de
la reforma de la Carta Constitucional, ampliando los canales de participación
política y creando un nuevo marco institucional dentro del cual la nueva
normatividad fuera aplicada. Algunas de las razones por las que el Presidente
César Gaviria convocó a la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, fueron la
considerable intensificación del conflicto, en relación directa con el problema
del narcotráfico, y la decadencia por la que atravesaban las instituciones
estatales a finales de los años ochenta e inicios de los años noventa.
La Constitución de 1991 creó
diferentes instituciones que tenían como función principal vigilar que los
derechos de los ciudadanos fueran respetados. Algunas de estas
instituciones son la Acción de Tutela, la Fiscalía General de la Nación y la
Defensoría del Pueblo. El control constitucional, concebido inicialmente como
una herramienta para superar el conflicto entre los órganos de poder, se
convierte en una garantía para los derechos constitucionales, para que estos
sean más efectivos, lo que “contribuye al mantenimiento de la
democracia y a la resolución pacífica de conflictos”
A pesar de una historia de democracia
ininterrumpida, de la efectividad de instituciones como la Corte
Constitucional, y de la estructura institucional con la que cuenta actualmente
el Estado colombiano, éste sigue teniendo una incapacidad instrumental a la
hora de hacer respetar los derechos establecidos en la Constitución Política, y
de asegurar el cumplimiento y la aplicación de normas que suelen parecer
simbólicas (Pizarro, 2004). En efecto, ha habido una precariedad del Estado, es
decir, el Estado ha sido incapaz de velar por el respeto y el libre ejercicio
de los derechos fundamentales en un contexto de conflicto armado interno. En
suma, es sido un Estado ineficaz (Alcántara e Ibeas, 2001).
La tradición del poder dividido entre el Estado y
los diversos actores al margen de la ley ha contribuido a lo largo de la
historia a debilitar las fuerzas del Estado colombiano, de modo que en
ocasiones éste ha perdido su capacidad efectiva para garantizar la seguridad y
los derechos básicos de los ciudadanos. En dichas ocasiones es cuando otros
poderes como los de las mafias del narcotráfico, la guerrilla o los
paramilitares se fortalecen y llegan a ser más opresivos (Posada, 2006).
Así pues, factores como la crisis
política y de gobernabilidad en los noventa, crisis que continúa durante el
gobierno de Andrés Pastrana, sumada a la posterior crisis económica que debe
afrontar también este presidente, sirven como pretexto a la guerrilla de las
FARC para continuar con su
ofensiva aun llamada revolucionaria. Esto puede explicarse en tanto en
situaciones de crisis, cuando se presenta un mayor descontento al interior de
la sociedad en general, los grupos de guerrilla encuentran mayor acogida en la
opinión pública nacional e internacional y logran justificar su actividad
armada como forma de reivindicación de los derechos del campesinado y en
general de los más desfavorecidos (Pizarro, 2011). En efecto, como lo analiza
Daniel Pécaut,
“una
organización guerrillera sólo puede desarrollarse y mantenerse en el tiempo si
consigue el apoyo de ciertos sectores de la población, asume su experiencia y
su memoria, formula sus reivindicaciones explícitas o implícitas y da forma a
sus sentimientos de justicia e injusticia.”
Todas estas características eran
cumplidas por los grupos de guerrillas, particularmente las FARC, lo que les
permitió contar con la aprobación y la empatía del sector rural,
específicamente del campesinado, que veía en estos grupos a los “defensores” de
sus luchas (Pécaut, 2008; Pizarro, 2011).
Según Eduardo Pizarro Leongómez (2004), existe una
retroalimentación de la violencia en Colombia, una interdependencia entre los
diferentes actores que ha tenido como consecuencia un crecimiento alarmante de
los niveles de violencia. Este autor explica este fenómeno de la siguiente
manera:
“La
guerrilla tiene un pie en la criminalidad común (secuestro y extorsión) y en el
narcotráfico (impuesto, protección de cultivos y laboratorios, recolección y
venta de drogas ilícitas a mayoristas); la criminalidad común, tiene, a su
turno, un pie en la política (venta de secuestrados a la guerrilla) y otro en
el paramilitarismo (asesinatos por contrato); el paramilitarismo llena sus
arcas, ante todo, con recursos provenientes del narcotráfico y una buena parte
de sus combatientes provienen de las filas guerrilleras; el narcotráfico,
finalmente, alimenta a la guerrilla, a los paramilitares y a la criminalidad
común. En pocas palabras, las múltiples violencias se retroalimentan y mediante
este reforzamiento mutuo se disparan los índices de criminalidad en el
país” (Pizarro,
2004: 25).
LA
DEGRADACIÓN DEL CONFLICTO Y LA SOCIEDAD CIVIL: TERROR Y DESPOJO
A lo largo de la historia del país – como se ha
venido analizando – es posible contemplar el establecimiento de una economía de
guerra basada en el tráfico de drogas, como se observa en la explicación de
Pizarro. Los recursos del narcotráfico se han convertido en el soporte
económico más importante del conflicto armado en Colombia (Pizarro 2004; 2011).
En el marco de este conflicto,
los grupos armados al margen de la ley han tenido como principal estrategia de
control el terror y el miedo de la población, lo que les ha permitido ejercer
un dominio social, económico y territorial. (Posada, 2006) A partir de la
década de los noventa se presenta una notable degradación del conflicto, que se
pone de manifiesto en la generalizada violación del Derecho Internacional
Humanitario – DIH – y de los derechos humanos – DD.HH. – en el uso sistemático de la
fuerza contra la población civil y de prácticas para sembrar el terror, tales
como masacres, torturas, desaparición forzada, desplazamiento forzado de
individuos y/o grupos. (Osorio, 2006; Jiménez, 2008)
Viendo esto, se puede afirmar que la población
civil ha sido la más afectada por las acciones de los grupos armados en
Colombia, ya que siempre se ha encontrado en medio de una dinámica en la que se
legitima y justifica la comisión de actos atroces a partir de la necesidad de
“limpiar” y “depurar” la sociedad. Por ejemplo, en los momentos más complejos
de la lucha entre paramilitares y guerrillas, estos grupos, por medio del
asesinato de civiles en sus zonas de influencia – que según cada uno de ellos
prestaba apoyo al grupo contrario – implementaban dicha estrategia de terror
para intimidar las poblaciones de estas áreas (Osorio, 2006; Jiménez, 2008).
Las masacres tenían como objetivo que la muerte de unos aterrorizara a
millones, lo que facilitaba el control de la población y la apropiación de
tierras (Pardo, 2007: 30; Ducan, 2006).
Es así como estos grupos ilegales
“(…)
confunden y desconciertan. Bombas, asesinatos –selectivos e indiscriminados-,
secuestros, masacres: éstos y otros actos abominables contra la vida humana
producen también efectos menos visibles en los ánimos de cualquier sociedad, en
el clima de opinión que determina sus decisiones. Y el desconcierto y la
confusión se vuelven extremos en la medida en que el terrorismo se prolonga en
el tiempo.” (Posada,
2006: 268).
Según las
cifras de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento –
CODHES, el número de personas desplazadas en Colombia entre el primero de enero
de 1985 y el 31 de diciembre de 2011 es de 5.445.406
La crisis que atravesaba el país en este período de
los años noventa, era la expresión de los diversos problemas y tensiones
acumulados a lo largo de la historia colombiana, es decir, se trataba de una
deuda pendiente. El narcotráfico, los paramilitares y las guerrillas surgen,
como se ha podido observar, en un panorama político, económico y social
deteriorado a causa de las debilidades y las carencias del Estado, y de la
degradación cada vez más profunda de la sociedad colombiana en general. Esto
provocó entonces una intensificación del problema del desplazamiento forzado
interno (Echandía, 2004; Pardo, 2007; Rodríguez, 2009). Miles de familias
colombianas han quedado sin techo en el marco de este conflicto, sin bienes ni
patrimonio alguno, sin empleo, sin acceso a los servicios básicos, y sus redes sociales
y culturales han sufrido una fractura significativa (Osorio, 2006; CNRR, 2009;
Rodríguez, 2009).
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